11 de febrero de 2009

Del Atribulado y un aporte de Marta Veleiro.

"Marta me ha hecho llegar unos recuerdos muy suculentos que voy a transcribir pero antes los pondré un poco en tema. Ella, Margarita N. Souzas alias "manzanita” y otras chicas provenían del Instituto (de “señoritas”) Colomer de Avellaneda. Recalaron en el Joaquín en el año 1973 para sumarse a 4to año TM. Recuerdo que el apodo de manzanita se debía a qué ella siempre llevaba al colegio manzanas de esas grandes, coloradas, brillantes y nosotros de manera sutil se la robábamos para comérnoslas. Hasta que un buen día, cansada ya de la broma, la llevó “cargadita” y nunca más repetimos la travesura. Después de muchos años y aprovechando qué ya había prescripto la maldad, las “niñas” confesaron cuál fue la sustancia con la que “cargaron” la manzana. Las joyitas primero pensaron en untarla con algún tipo de producto que pintara la boca del truhán glotón pero lo descartaron por un tema sanitario. Para hacerlo bien natural bañaron la manzana debajo de una tibia lluvia dorada… ¡¡la mearon!! Esto confirma la calidad de las joyitas que buscaron cobijo en el Joaquín.
Al terminar el 3er año contaban con el título de “Secretariado Comercial”. El instituto les ofrecía quedarse en la rama comercial (Sopeña) o elegir una orientación diferente (bachillerato). Ambas querían continuar en la rama comercial pero no en el Sopeña que era "sólo para niñas". Fue entonces que escucharon hablar de Joaquín y decidieron probar suerte junto a otras compañeras.

Para ingresar a tan prestigiosa escuela −dicho esto con una sonrisa socarrona− se les exigió rendir dos materias como equivalencias: matemática y física. La primer sorpresa fue qué la fecha para rendir las materias se la dieron empezadas ya las clases regulares con lo que perderían una semana de estudio, a las “niñas” esto les pareció inaudito. Desde ya aprobaron el “difícil” escollo, supongo yo a la luz del material qué había en el Joaquín, con medalla, aplausos y honores.
Aquí va el relato de Marta."


"Nos presentamos al primer día de clase. Lo primero que llamó nuestra atención fue encontrarnos con muchos chicos en las adyacencias de la escuela cantando lo que a nuestros oídos sonaba así: “joaquirulorulojoqui” (sic)
En el Colomer ingresábamos como a misa, derecho al patio, todas en silencio para luego cantar Aurora y en orden derechito al aula.
Pero ya era la hora de ingreso y aquí nadie se movía. Por no saber intentamos entrar al Joaquín y nos salieron al paso algunos “dulces y atentos” compañeros.
¿A dónde van?
¡Al colegio! −respondió Margarita sorprendida por la pregunta.
¡No, ustedes al colegio no entran! ¡Hoy no entra nadie carajo!
Después nos enteramos qué lo escuchado era algo así como un grito de guerra que las hordas entonaban para poner en aviso que se había resuelto no entrar al colegio. Realmente lo que cantaban era “Joaquín uno…uno Joaquín" ─seguido de fuertes chiflidos─ pero claro, nosotras en el Colomer no estábamos acostumbradas a estas aclamaciones.
A pesar del aviso intentamos eludir el piquete e ingresar pero nos volvieron a cortar el paso al grito de: “¿dónde van carneras?”, ¿qué sería carneras?
¿Qué era todo esto? ¿Dónde nos habíamos metido? En ese preciso momento estábamos aprobando una tercera equivalencia de la que nadie nos había avisado pero era imprescindible aprobar para acceder al verdadero Joaquín.
Esperamos un rato por si entraban más tarde pero ninguno mostraba intención de hacerlo así qué decidimos volver a nuestras casas. Fuimos recibidas por nuestros padres con incredulidad; ¿cómo qué no entro nadie?, y demás reproches por la decisión de cambiarnos de colegio.
Recuerdo a mi madre: "¿dónde te anotaste?, ¡te lo dije, debías haberte quedado en el Sopeña!" Tal fue el escándalo que ella quería hablar con la Hermana Asunción del Instituto Colomer para que interceda ante las autoridades del Sopeña para que me admitieran. Por suerte no lo hizo. De inmediato surgieron las amenazas: “que no se entere tú padre”, “mejor que mañana halla clase, ya perdieron una semana” y “¿acaso piensan seguir de vacaciones?”.
Por suerte al otro día todos decidieron entrar pero aún nos faltaba rendir más “equivalencias joaquinianas”.
Nos presentamos en secretaría para ser informadas en que división nos tocaría y esperar a alguna autoridad que nos llevara a conocer la escuela pero nada de eso sucedió. Nos dijeron la división y nos mandaron a buscar el patio para formar ¡solitas! Encontramos el gran patio de Joaquín repleto de alumnos en interminables filas y a fuerza de preguntar dimos con la formación de nuestra división. Nos ubicamos en los últimos lugares detrás de un grandullón de más de dos metros (“Chiquito” López) cómo para buscar reparo.
¡Buenos días! −se escuchó por los altavoces.
¡Buenos días! −acostumbradas al Colomer devolvimos el saludo pero todos los de la fila se dieron vuelta para identificar quienes habían respondido.
Junto con la música comenzamos a entonar Aurora respetando la enseña patria como se nos había enseñado pero ahí nadie cantaba. Un preceptor gordo y petiso − supongo sería Celestino o Queirolo─ pasaba entre las filas gritando:
− ¡Canten señores, canten! −pero nostras éramos las únicas que lo hacíamos.
No había terminado la canción cuando gritó: “media vuelta y al aula”. Ahí recordamos aquello de “los últimos serán los primeros” porque todos dieron media vuelta y nosotras quedamos encabezando la fila y a puro empujones tuvimos que encarar hacia el aula pero ¿hacia dónde ir si era nuestro primer día? Con Margarita recordamos con que cariño nuestros nuevos compañeros con sus vozarrones nos fueron indicando.
Al ingresar al aula cada uno buscó su asiento mientras que Margarita y yo quedamos paradas al frente esperando qué alguien nos indicara donde sentarnos. Eran demasiados. Aquella aula estaba colmado de alumnos era muy diferente a la escasa población en las divisiones del Colomer.
Nuevamente esperábamos una presentación oficial, una bienvenida y que nos ubicaran en los primeros pupitres como estábamos en el Colomer pero no, en su lugar el preceptor prefirió preguntarnos:
¿Se van a sentar o no?
¡Sí, sí!, ¿pero dónde?
Me imagino que lo harán en los bancos libres ¿verdad? −dicho esto se dio media vuelta y se fue.
Es que nosotras somos nuevas…−respuesta que buscaba una especie de justificativo ante la situación inusual. Este latiguillo fue el que nos acompañó durante esos dos años para defendernos en casos inesperados y hasta hoy lo seguimos usando y riéndonos.
Finalmente nos sentamos en los únicos bancos que quedaban libres: ¡los últimos! Era muy difícil poder seguir las clases desde el fondo por lo que yo me la pasaba parada para poder copiar del pizarrón. Para ponernos al día pedimos a los compañeros los apuntes de la primera semana pero fue en vano; nadie tenía nada. La mayoría de ellos pensaba que éramos repetidoras porque algunas de las materias ya las habíamos cursado y estábamos algo adelantadas. En el Colomer desde primer año habíamos tenido dactilografía y taquigrafía, en matemática éramos muy buenas alumnas y en los tres años en los que tuvimos contabilidad habíamos visto todo el programa del comercial.
En una de las primeras clases de taquigrafía con el tan temido Barcia, Margarita pasó al frente para escribir en el pizarrón. Pidió los primeros signos que había enseñado y para nosotras era un juego. Margarita, resentida por como habíamos sido recibidas, escribió rapidísimo incluso agregando “ganchos” que Barcia no enseñó. Para completar el alarde de conocimientos se dio vuelta y sonrió para toda la clase enriqueciendo la fantasía generalizada de que éramos repetidoras.
Con el paso de los meses fuimos mejorando las ubicaciones hasta terminar en los primeros bancos de la fila, esos que estaban junto a la puerta, una detrás de la otra."


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gracias Néstor y Marta

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