Ing. Rafael F. Discioscio."
El 19 de setiembre de 1958, hace ya medio siglo, unas 300.000 personas, en su mayoría estudiantes, se juntaron en la plaza del Congreso para gritarles a los diputados de la mayoría frondizista su rechazo al proyecto oficial que abría las puertas de la enseñanza universitaria a la Iglesia Católica y a cualquier empresa privada que quisiera probar fortuna en el sector.
La disputa sobre educación "Laica o Libre" se inició en 1955 y desencadenó una fuerte fragmentación dentro del movimiento estudiantil universitario, que continuó multiplicándose aun después de su definición en septiembre de 1958.
Más allá de las distintas agrupaciones que se conformaron, con sus numerosas y variables alianzas dentro y fuera de la universidad, el 19 de septiembre de 1958 se delinearon dos proyectos de universidad ligados a concepciones antagónicas de la política universitaria y del rol del estudiantado en ella. Ese día el Congreso Nacional debatía esos proyectos.
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Uno de ellos, concebía una universidad -como parte del Estado- involucrada en los problemas de la realidad social y que, además, detentaba un puesto a la vanguardia de los tiempos de cambio que se vivían en el país y en el mundo. Este proyecto contaba con la iniciativa de la juventud para promover la transformación social y exigía que el debate y el intercambio ideológico estuvieran incorporados a la formación estudiantil. Heredero de la vieja Reforma de 1918, antiimperialista y revolucionario, con el correr de los años y de los acontecimientos, fue radicalizándose.
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Desde la vereda opuesta, se rechazaban todas estas características por considerarlas vehículo de corrupción de la "pureza" de los claustros. Esta concepción antagónica rehusaba toda discusión que no se refiriera exclusivamente a los intereses académicos dentro de la universidad, en su esfuerzo por convertirla en una isla cerrada en medio de los problemas de la sociedad. Consideraba que la política desvirtuaba los altos fines de la educación universitaria y distraía a los jóvenes de su obligación principal: estudiar. Conservador y partidario del orden y las jerarquías -en la universidad y la sociedad-, enemigo del gobierno tripartito y, en algunos casos extremos, de la misma autonomía universitaria.
La policía dijo 160 mil. Con los años, el entonces jefe de la fuerza, Ezequiel Niceto Vega, admitió su mezquindad y aumentó el cálculo a 250 mil. Los organizadores, los participantes, los investigadores y, al parecer, la verdad histórica subieron luego el número a más de 350 mil.
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De todos modos, cualquiera haya sido la cifra, la multitud que el viernes 19 de septiembre de 1958, a las cuatro de la tarde, recorrió el tramo que separa Congreso de la Plaza de Mayo y protagonizó la que fue, sin duda, la manifestación estudiantil más importante en la Argentina del siglo XX. O, para no incurrir en el pecado de Niceto Vega, la manifestación de todos los que formaban parte de la educación pública, porque de la marcha participaban el rector de la Universidad de Buenos Aires, Risieri Frondizi; el vicerrector Florencio Escardó; su mujer, la psicóloga Eva Giberti; el epistemólogo Gregorio Klimovsky, el historiador José Luis Romero; los científicos Rolando García (decano de Ciencias Exactas) y Manuel Sadovsky.
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Los dirigentes de la Federación Universitaria Argentina habían cedido la vanguardia a las autoridades de la casa. Quizá nunca antes, y con seguridad nunca después, militantes estudiantiles, docentes y autoridades de la universidad volverían a encontrar un punto de encuentro tan poderoso: la oposición al artículo 28 de la ley 14. 457 –la “ley Domingorena”– que permitiría a las universidades privadas expedir títulos habilitantes.
La movilización contra lo que se suponía –y acabó siendo, finalmente– el punto de inflexión en el desarrollo del sistema educativo había comenzado a principios de septiembre.
La conducían la FUA, liderada por Omar Patti (sucesor del cordobés Francisco Delich), y la FUBA, con Carlos Bernabé como presidente. La leña de la caldera fueron los estudiantes secundarios, acaudillados en la capital por los varones del Colegio Buenos Aires, del Nicolás Avellaneda, del Sarmiento, del Belgrano, del Vieytes y las mujeres de los normales 1 y 2, del Liceo 1.
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La ley Domingorena (así llamada por el legislador de la UCRI Horacio Domingorena), que abría las puertas de la enseñanza superior a la Iglesia Católica, había partido en dos a la población estudiantil. “Reformistas” contra “humanistas” en las facultades; entre los secundarios, los colegios públicos contra los de los colegios privados, unos adornados con el color violeta de la Reforma Universitaria de 1918 y los otros con cintas verdes. Unos eran “los de la laica” (porque así era la enseñanza: laica, gratuita y obligatoria) y otros, “los de la libre”, porque sobre eso pivoteaban la libertad de enseñanza.
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“Yo era muy joven –rememora la psicóloga Eva Giberti–, tenía 23 o 24 años. Participé de la manifestación no sólo porque ya vivía con Escardó sino también por convicción. Estaba muy entusiasmada con ese desarrollo político y en esos días se jugaban cuestiones ideológicas profundas. Me parece que aquel acto multitudinario pudo conciliar a estudiantes y docentes y contenernos a todos porque lo sobrevolaba el espíritu de la Reforma cordobesa. De esa ilustre reforma”.
Otro integrante de ese mitin fue Gregorio Klimovsky. “¿Por qué participé? Porque la escuela argentina es neutral. Lo que ofrece sirve a todos por igual. Aquella ley venía a romper el edificio de la enseñanza pública. Y las universidades privadas, con honrosas excepciones, son empresas comerciales.
Los que marcharon eran intelectuales que tenían razones culturales e históricas para defender el laicismo, un laicismo que permitió que una población heterogénea como la nuestra pudiera convivir en paz. Visto desde ahora, sin embargo, debo decir que algunas universidades privadas cumplieron una buena tarea. Yo en ese momento tenía una postura muy firme. Alguien que iba al lado mío me dijo: ‘Estás tan enojado que parecés de Exactas’. Y yo en ese tiempo era docente de Ciencias Exactas ”.
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Fue en el patio de Exactas, en la Manzana de las Luces, el mismo escenario de “la noche de los bastones largos”, que el rector Frondizi pronunció un discurso memorable, por su contenido y porque le plantaba cara a su hermano el presidente, Arturo Frondizi, que había dejado muy lejos su pasado de reformista y colaborador del Socorro Rojo. El Presidente no era el único que había cambiado.
Su ministro de Defensa, Gabriel del Mazo, líder de la Reforma y depositario del manifiesto que dio origen al movimiento, ante el artículo 28 optó por el silencio y otorgó. Cuenta Amílcar Romero que en las ventanas que balconeaban sobre el patio de la facultad de la calle Perú, la gente se apretujó para escuchar al rector.
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Risieri no los defraudó: “Deseo que se reconozca el derecho del rector a opinar como ciudadano y expresar libremente, aun con pasión, las ideas que sustenta –dijo–. Si tuviera que renunciar a este derecho, preferiría hacerlo a la investidura. Por encima de toda investidura están la persona humana y el ciudadano que desea hacer uso de una libertad esencial”. Era apenas el preámbulo: “Hablemos claro, señores –continuó– no puede traficarse con los principios (...). La libertad significa falta de coerción física o espiritual. La libertad de enseñanza está íntimamente ligada a la libertad de cátedra. Y si no hay libertad de cátedra, la libertad de enseñanza es una ficción”.
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Esa misión la cumplió a la semana siguiente Nélida Baigorría, diputada por la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), el partido oficial. Al decir de Romero, a esa maestra primaria “delgadita, que vestía como maestra primaria, se maquillaba como maestra primaria y hablaba como maestra primaria” la fidelidad a sus convicciones le iba costar la ruptura con su partido.
“Yo era miembro de la comisión de educación –relata hoy Baigorria–. Esa noche, los tres discursos fundamentales fueron el de Domingorena, el de Becerra y el mío. Empecé a hablar a las once y media de la noche del 24 de septiembre. Pasamos a cuarto intermedio. Cuando se reanudó la sesión, Diputados rechazó el artículo 28. La ley fue y volvió del Senado cinco veces. Los que queríamos impedir la sanción estábamos agotados. Teníamos que hacer guardias para evitar que nos hicieran una jugarreta. Yo me iba a mi casa, me duchaba, dormía dos horas y volvía.
Al final, el 30 de septiembre consiguieron hacer desertar a cinco diputados: dos que estaban “ausentes” y otros tres que votaron por la afirmativa. Las galerías estaban colmadas. El griterío era infernal. La gente tiraba monedas a las bancas porque decía que se habían vendido. Nosotros, en el bloque, tuvimos libertad de conciencia, pero igual en diciembre me fui. Había que votar el estado de sitio por tiempo indeterminado. Eso pedía el gobierno. Y yo no le doy facultades extraordinarias a nadie”.
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Nélida Baigorria no quiere recordar a los cinco legisladores que cambiaron el curso de la educación en la Argentina. “Tienen familias”, dice, piadosa. Y agrega que, si bien la votación fue nominal, sus nombres fueron excluidos del diario de sesiones. Entre 1958 y 1965 se legalizaron diez universidades privadas.
El Ejecutivo confunde el principio de la libertad de enseñanza con la entrega a instituciones nonatas del derecho de otorgar títulos habilitantes, el que le corresponde exclusivamente al Estado. Las universidades privadas han copiado lo peor que tienen las estatales: el profesionalismo.
A ellos no les interesa la búsqueda de la verdad. Prefieren lanzarse inmediatamente al mercado de la venta de títulos. Comenzaron por la cáscara, con la vana esperanza de que el calor oficial les permitiría incubar el huevo infecundo. Las instituciones creadas por iniciativa privada, en contraste con las que dependen del Estado, son universidades privadas, no libres.
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“Lo libre se opone al concepto dictatorial o sectario. La libertad significa falta de coerción física o espiritual. La libertad de enseñanza está íntimamente ligada con la libertad de cátedra, y si no hay libertad de cátedra, la libertad de enseñanza es una ficción.”
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