Dijo el atribulado: "ah, me olvidaba, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia."
La gente de la ciudad de Russell
“El hombre dice llamarse Russell y es fotógrafo, o se
gana la vida como fotógrafo, y tiene su laboratorio en
la calle Bacacay y pasa meses sin salir de su casa
reconstruyendo periódicamente los barrios del sur que la
crecida del río arrasa y hunde cada vez que llega el otoño”.
Ricardo Piglia
gana la vida como fotógrafo, y tiene su laboratorio en
la calle Bacacay y pasa meses sin salir de su casa
reconstruyendo periódicamente los barrios del sur que la
crecida del río arrasa y hunde cada vez que llega el otoño”.
Ricardo Piglia
Como en una pesadilla, me sentí inmerso en la ciudad de Russell.
No era gran cosa, parecía la creación de un tramoyista surrealista. Aceras angostas con árboles de copas perfectas que proyectan sus sombras sobre los adoquines. Busqué el sol pero no lo hallé.
Gente extraña, como robada de relatos fabulosos, habitan esta ciudad.
– Al final, la ciudad terminó invadida por locos – dijo.
– ¿Por locos?
– ¡Calle, hable bajo!, aquí la locura es una forma de vida.
– Pero, ¿por qué dice que son locos?
– En las noches de luna llena, esta gente cree transformarse en seres alados de colores fríos. Dicen que vuelan, entran y salen del cielo y del infierno. Todos ellos tienen sus almas devaluadas. Las pobres, indefectiblemente, terminarán arrastrándose en el fango del purgatorio. Antes de eso, algunas prefieren abandonar los cuerpos para terminar desvaneciéndose en limbos de recuerdos, huyendo por ríos de melancolías. Otras, avergonzadas, buscan esconderse porque sus dueños cometieron atrocidades o, simplemente, las vendieron.
– No entiendo.
– ¿Pretende entender?, ¡aquí ya nadie se preocupa por entender! Confunden las cosas; mezclan recuerdos con fantasías y así suponen comprender el presente. Observe sus miradas, ¿qué ve?
– Nada…
– No ve nada porque son miradas siliconadas, hambrientas de sofisticación. Esta gente deambula lánguida, confundida por un canto de medusas disfrazadas de sirenas. Si esto sigue así, todos terminaremos dentro de un círculo vicioso de miradas sin calor. Apropósito, ¿ha visto los fuegos?
– ¿Qué fuegos?
– Los fuegos que iluminan las noches pero, como ellos, carecen de calor. Aquí, toda calidez es absorbida por las estatuas de las plazas ¿Sabe qué se necesita?
– No.
– ¡Dosis de utopías! Solo las utopías pueden dar calor a los pechos de estos desdichados para colmarlos de pasiones. Tiempos dignos los de las utopías dónde los grandes amores eran posibles y las almas volaban libres persiguiendo quimeras ¡Pobres desdichados!, hoy sobreviven atrincherados resistiendo el presente. Ya no hay idioma que los interprete ni tienen nada que imponer siquiera por prepotencia. Esta es una ciudad ocupada por gente hueca, incapaz de reconocer a sus enemigos y los males que ellos les provocan.
No era gran cosa, parecía la creación de un tramoyista surrealista. Aceras angostas con árboles de copas perfectas que proyectan sus sombras sobre los adoquines. Busqué el sol pero no lo hallé.
Gente extraña, como robada de relatos fabulosos, habitan esta ciudad.
– Al final, la ciudad terminó invadida por locos – dijo.
– ¿Por locos?
– ¡Calle, hable bajo!, aquí la locura es una forma de vida.
– Pero, ¿por qué dice que son locos?
– En las noches de luna llena, esta gente cree transformarse en seres alados de colores fríos. Dicen que vuelan, entran y salen del cielo y del infierno. Todos ellos tienen sus almas devaluadas. Las pobres, indefectiblemente, terminarán arrastrándose en el fango del purgatorio. Antes de eso, algunas prefieren abandonar los cuerpos para terminar desvaneciéndose en limbos de recuerdos, huyendo por ríos de melancolías. Otras, avergonzadas, buscan esconderse porque sus dueños cometieron atrocidades o, simplemente, las vendieron.
– No entiendo.
– ¿Pretende entender?, ¡aquí ya nadie se preocupa por entender! Confunden las cosas; mezclan recuerdos con fantasías y así suponen comprender el presente. Observe sus miradas, ¿qué ve?
– Nada…
– No ve nada porque son miradas siliconadas, hambrientas de sofisticación. Esta gente deambula lánguida, confundida por un canto de medusas disfrazadas de sirenas. Si esto sigue así, todos terminaremos dentro de un círculo vicioso de miradas sin calor. Apropósito, ¿ha visto los fuegos?
– ¿Qué fuegos?
– Los fuegos que iluminan las noches pero, como ellos, carecen de calor. Aquí, toda calidez es absorbida por las estatuas de las plazas ¿Sabe qué se necesita?
– No.
– ¡Dosis de utopías! Solo las utopías pueden dar calor a los pechos de estos desdichados para colmarlos de pasiones. Tiempos dignos los de las utopías dónde los grandes amores eran posibles y las almas volaban libres persiguiendo quimeras ¡Pobres desdichados!, hoy sobreviven atrincherados resistiendo el presente. Ya no hay idioma que los interprete ni tienen nada que imponer siquiera por prepotencia. Esta es una ciudad ocupada por gente hueca, incapaz de reconocer a sus enemigos y los males que ellos les provocan.
Escapé de la pesadilla; confundido, sudado y temblando. Me levanté y abrí la ventana. Busqué el sol pero no lo hallé. Perturbado, vi como las sombras de los árboles caían sobre los adoquines.