Si los que esperaban para entrar al
JVG me parecían mayores ni hablar los que encontré dentro. Fuimos recibidos por "señores" que con sus vozarrones nos arrearon al gran patio para luego hacer que formáramos en largas filas por orden de año y división. Primero segunda… esa era la voz a la cual debía seguir y hacia allí fui sin querer mirar al rostro a nadie. Alguien habló por un micrófono dándonos la bienvenida, no podría decir quien, él estaba muy lejos y yo demasiado nervioso. Al rato sonó por los parlantes La Canción a la Bandera más popularmente llamada "Aurora". Apenas pude balbucear las estrofas, era como si me hubiera olvidado la letra y eso que la llevaba cantando por años. Al tiempo caí qué no era totalmente mía la responsabilidad de semejante irrespetuosidad, la canción era acompañada con un terrible "ruido a fritanga" que la hacía apenas audible. Luego por orden y siempre escoltados por esos "señores" de mirada adusta desfilamos hacia las escaleras centrales, un piso, otro piso, corredor al fondo sobre la Av. Montes de Oca; así se llegaba al aula que me tocaba y en la cual pasaría el primer año.
Los viejos pupitres de madera y ese olor típico a salón de clases nos esperaban. Al asar me senté en uno, por el medio del aula y pegadito al ventanal. Ni nos mirábamos ni nos hablábamos, todos duritos y con la mirada al frente salvo algunos que estaban más animados como sabiendo de sobra lo qué se avecinaba. Entró uno de los "señores"…
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¡Silencio señores! ─todos acataron la orden, ¿señores?, ¡era la primera ves que me llamaban así!
Para los más jóvenes les recuerdo qué en 1970 el
JVG era un reducto exclusivo para varones. El joven sacó una libreta y acto seguido comenzó a dar lectura a los apellidos en riguroso orden alfabético y seguido de los nombres de pila; ¿estaría yo entre ellos? El que nombraban levantaba su mano y pegaba un grito enérgico: "acá, presente". Ansioso esperaba oír mi apellido con el "presente" listo en la punta de la lengua.
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Gime… ─ Acá, presente ─dije seguro y presuroso pero otro se me adelantó─
A ver, ¿cuántos Giménez Antonio hay?Había otro Giménez y yo me había mandado como un burro creyendo que luego del "Gimenez" seguiría mi nombre. Todos giraron para verme y se rieron yo esperara que se abriera el piso para poder desaparecer de ahí.
Con el transcurso del tiempo fui viendo y aprendiendo muchas cosas. Tenía compañeros de 16 y 17 años inclusive y realmente eran de temer. Para un pendejo de 13 años recién salidito del Sagrado Corazón de Jesús aquellos parecían reclusos más qué alumnos. Recuerdo a un tal
Usóz, a uno de apellido Cuervo y a uno que le decían "El Turco" al que no me le animaba ni a mirarlo para no disgustarlo. Estos junto a otros que no recuerdo sus nombres eligieron sentarse estratégicamente en el fondo y eran llamados muy por lo bajo como: "los repetidores". Eran demasiadas cosas para aprender pero tenía qué seguir las premisas de Darwin: adaptarme, evolucionar o terminar cómo los dinosaurios.
El primer recreo me tomó de sorpresa, la hora voló. Me encontraba como un pollo mojado pegado a la pared del corredor junto a la puerta del aula. No quería ni pretendía moverme, solo atinaba a ver disimuladamente qué era lo que hacían los demás. Al tercer recreo por las 10 AM escuche por primera vez la palabra "cantina". La pronunciaron los "repetidores" que salieron disparados abriéndose paso a empujones. Estaba claro qué los que quedamos en el pasillo éramos los "novatos", los recién llegados.
Estuve atento a cualquier comentario; fue entonces que supe qué aquellos "señores" eran los preceptores o celadores y que muchos de ellos habían sido ex alumnos. Nosotros teníamos asignado uno robusto de peinada engominada y con actitudes socarronas y que llegaba a la utilización de "correctivos" para su satisfacción. Yo venía de sufrir las tiradas de patillas y los sopapos con dos dedos en el cachete que repartía el cura pero los que aplicaba este preceptor no tenían nada de parecido. Para terminar de acomodarnos en la fila nos daba patadas con la punta del zapato directo a los tobillos. Para los más díscolos les esperaba una especie de tortura. Les hacía apoyar los dedos índices sobre el pizarrón y separar al máximo los pies de la pared haciendo que todo el peso del cuerpo cayera sobre los dedos. No se ahorraba alguna patadita para que apartáramos al máximo los pies de la pared y mantenerlos lo más cerca posible. Los preceptores llegaban segundos antes que sonara el timbre anunciando la finalización del recreo. A los gritos nos hacían formar fuera de las aulas, bien pegados a las paredes. No tenía que ser muy avispado para darme cuenta qué nos miraban como para reconocernos donde nos vieran mientras contaban para que no les faltara ninguno.
La primera lección de cómo debía comportarme me la dio…no se quien de verdad por qué es hasta el día de hoy qué si lo encuentro lo fajo. En uno de los tantos recreos en medio de un enjambre de pendejos que se movían sin ton ni son me pisaron. No fue un pisotón a la pasada ¡no!, fue pisar y dejar el pie encima del mío. Inmediatamente miré para abajo y fue ahí que recibí un sopapo que aún me duele. Esto era mucho más que una joda, era el aviso de qué; o despertaba y dejaba de ser el "nene" del Sagrado Corazón de Jesús o estaba frito.
Semanas me llevó animarme a preguntar el nombre de otros novatos pero eran tantas cosas nuevas que me costó memorizarlos. Solo tengo presente a aquellos que, por ser la única división que estudió francés, me acompañaron los cuatro años:
Aníbal Bulacio,
Achur,
Miguel Suma,
Gerardo Gimeno, Lema,
Rubén Lorenzo,
Miguel Paredes... Eso sí, jamás olvidaré el nombre y apellido de mi compañero de banco:
Carlos Lepra. Pelirrojo, esmirriado y con una cara de susto qué se debería asemejar bastante a la mía.
En cambio; hasta hoy recuerdo los apellidos de algunos profesores pero no de todos. Quizás sea por aquello de qué no olvidas a quienes te marcan con su personalidad. De otros guardo detalles de físicos que están ligados a las anécdotas, chanzas y cargadas con las que nos mofábamos de ellos. A lo mejor estas pistas animen a los más memoriosos para que acudan a formatear mi disco rígido.
En castellano tuve una profesora petisa, vieja qué tenía por costumbre escupir mientras pronunciaba peleando con una incorregible dentadura postiza qué parecía querer salir despedida de su boca. Solía venir con un tapado de piel que no se sacaba jamás. Se paseaba entre los bancos regándonos de saliva los cuadernos. Un día vi al tal Cuervo escupirse en la mano, me llamó la atención y no le quité mirada para saber qué haría. Cuando la profesora pasó por su costado Cuervo agitó su mano y estampó el gargajo en medio de su espalda. Las babas pendían de los pelos del tapado pero mayor fue mi sorpresa al ver que no era el único escupitajo que la vieja llevaba a modo de cucarda ¡qué nenes! En contabilidad tenía una versión joven de Picado, muy piola y canchero. En historia tenía ni más ni menos al director Don
Cáceres Zelaya, una eminencia qué con solo su presencia ganaba el respeto y la atención de todos. En Educación Democrática —sí, así se llamaba por aquellos años— tuve a un fenómeno al que todos llamaban "corchito". El tipo era un defensor de la democracia y hablaba maravillas del congreso citando de memoria los famosos discursos de ilustres políticos. Corchito venía de impecable traje a rayas, camisa blanca, gemelos, zapatos lustrosos y colgando de uno de los bolsillos de su chaleco la cadena de un reloj de bolsillo. El viejo no había clase que no tomara el libro de partes, grande, pesado de tapas duras, y lo sostuviera con el pulgar, el índice y el anular.
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Ven alumnos; este es el estado sostenido por los tres poderes: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. ¿Qué sucedería si faltaran algunos de los tres poderes? —Corchito quitaba uno de los dedos que sostenían el libro haciéndolo caer al piso—
¡Se desploma, el estado se desploma!No faltaba mucho para qué aquella simple e inolvidable metáfora se hiciera realidad marcándonos para el resto de nuestras vidas.
En caligrafía tenía un profesor de voz ronca, elegante al que se le notaba mucha calle encima. ¡Sí, caligrafía con pluma y tinteros!, los tinteros los íbamos a buscar a la biblioteca comandada por un viejo gruñón, panzón con una impecable cabellera blanca que recuerdo muy prolija. Me gustaba ir por los tinteros, perdíamos tiempo paseando por los pasillos en busca de unas bocanadas de libertad. Llevábamos decenas de trozos de tiza qué luego despedazábamos dentro de los tinteros para qué el líquido sea absorbido volviendo inservible la tinta. Travesura qué aprendí luego de cansarme de recibirlos de esa manera. No recuerdo a otros así que si alguien lee esto y es de aquella camada agradeceré me refresque la memoria. En Geografía tuve a la maravillosa
Marchese. Una mujer de gruesas gafas, regordeta con cara de tía bonachona e indulgente. Cautivaba en cada exposición y consiguió que esa fuera una de las primeras materias que me fascinaran. La Marchese fue nuestra maestra de Geografía alejándonos a la temible Presa que cortaba cabezas, según decían por los pasillos, sin contemplaciones. La
Marchese también fue quien supo dejarme una marca indeleble pero eso lo contaré más adelante.
Con el paso de los meses no diré qué estaba a la altura de los "repetidores" pero tampoco me había quedado en el niño de la escuela de curas. Comprendí que si bien los mayores eran muy bravos también resultaban ser aliados que terminaban cuidándonos dentro y fuera del colegio; así nació algo parecido a una familia con la máxima de los mosqueteros (todos para uno… etcétera). Cualidades innatas que traía me ayudaron a convertirme en el delegado de 1ro 2da codeándome con la crema de la UES y las juventudes de diferentes movimientos políticos; actividad qué me acompañó a lo largo de los cuatro años.
Así transcurrió el primer año finalizando con un impecable invicto: "ninguna materia reprobada" distinción que no se volvería a repetir.
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Gracias Néstor.